domingo, 7 de noviembre de 2010

LA CIVILIZACIÓN DEL TIEMPO

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El tiempo no existe, es una invención del hombre; las cosas suceden, nada más. El tiempo lo abarca todo pero no tiene materia ni sustancia, es un concepto abstracto. Por esta razón decidí vivir sin él y no contabilizar nunca más, ni segundos ni minutos ni horas ni días ni semanas ni meses ni años ni siglos ni eras… Con observar el cielo y las estrellas, la metamorfosis lunar, me sería suficiente, para ver salir el Sol por el este y ocultarse por el oeste; así, volvería a mi esencia natural.

Fue cierto día cuando me dio por pensar en estas cosas, y todo como consecuencia de un acto fortuito. Caminaba por la ciudad y de repente hubo un apagón. Era de noche y las calles se quedaron a oscuras, bajo la ocasional luminiscencia vehicular que palpitaba por las arterias de asfalto. Aunque eso, sin embargo, no fue lo que llamó mi atención, ni siquiera el sonido de las alarmas que aullaban molestamente con su intermitencia rompiendo toda armonía, pues sobre mi cabeza, por encima de los altos edificios, pude ver un cielo estrellado que me sorprendió con la magnitud de su belleza. Entonces, me pregunté: “¿Cuánto hacía que no me paraba a mirar el cielo como si fuera un paisaje?” “Años”, fue la respuesta.

Ahora las personas viven separadas de sus orígenes y ya no alzan la vista al cielo para ver las estrellas, ya no saben qué es respirar el aire limpio y transparente, vivir en armonía con la naturaleza, con su esencia, con lo inmanente que palpita en toda la creación. Hoy el tiempo lo contabiliza todo y es el símbolo de la escisión del hombre con su entorno. Pero en un principio, cuando aún no se había inventado, las cosas sucedían porque sí, no se buscaba una explicación del acontecer por el espacio, era lo normal, y el transcurso del día a la noche y viceversa, los ciclos estacionales y demás ordenamientos planetarios no necesitaban ser desentrañados. ¿Qué somos ahora que inventamos el tiempo? ¿Hacia dónde caminamos bajo su influencia?

La respuesta es simple: “La especie humana, desde entonces, se comporta como una verdadera plaga que pretende acabar con lo que le rodea.”

“Yo no seré cómplice de esta barbarie y abandonaré la civilización del tiempo”, me dije; y al mirar mi brazo izquierdo pude ver en él, rodeando la muñeca, un reloj suizo de un valor aproximado de trescientos cincuenta euros. Rápido me lo quité, con la intención de librarme de su dominio, y por un instante pensé en regalárselo a la primera persona que pasara por mi lado, pero luego recapacité y concluí no hacer semejante daño al prójimo, y acabé arrojándolo por una alcantarilla. He de admitir que en un primer momento me sentí aliviado, pero enseguida tomé conciencia de la responsabilidad de mi decisión y de que tirar el reloj no bastaría para superar el nefasto influjo del tiempo. En consecuencia, al día siguiente, y tratando ser lo más congruente posible, decidí despedirme de la empresa donde trabajaba como ejecutivo, con un sueldo de cinco mil euros mensuales, además de dejar mi bonita casa con jardín, totalmente equipada, aunque con una hipoteca pagadera a treinta años (ahí quedaba el sueño que ya quisieran muchos, un modo de vida generalizado construido bajo las leyes del tiempo). Tomé la precaución, como es de suponer, de sacar todo mi dinero del banco, para así pegarle un literal y definitivo corte de mangas a toda mi existencia anterior. Muchos eran los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los años, que había vivido bajo la perspectiva y sumisión de un sistema ficticio, algo tan artificioso como el valor de todos aquellos papeles de colores a los que se les asigna una cantidad, un dinero tan falso como la materia del tiempo, un engaño para que el hombre siga oprimiendo a sus semejantes. Nadie se da cuenta de esto y por tanto nadie hace nada, y el balido de toda la Humanidad resuena en los ecos de su ignorancia: ¡Beee, beee, beee, beee, beee…!

El siguiente paso, dentro de mis planes, fue comprar un par de cabras y unas gallinas, para luego tomar rumbo, con unos cuantos enseres que metí dentro de una mochila, hacia las montañas del norte de mi ciudad. A un lado de la carretera abandoné el automóvil, no sin antes prenderle fuego con los quince mil y pico euros que ya no necesitaba. Total, me quedaban tres años de letras para terminar de pagarlo (ya valores, en tiempo y cantidad, sin ningún sentido), y ardió soltando al aire la tremenda humareda de su impagable deuda. Casi me dieron ganas de proferir una carcajada, pero me limité a pegarle otro literal corte de mangas al último vestigio de mi vida: un BMW último modelo ahora envuelto en llamas. Y ahí lo dejé, entre el crujir y las chispas de su combustión, cuando por un camino de tierra me interné con mis dos cabras, mis gallinas y con la mochila a la espalda.

No tardé en llegar, tras un tiempo ahora impreciso e inmedible, hasta las faldas de un pequeño cerro por donde discurría un arroyo haciendo eses entre rocas, zarzas de mora y otro tipo de vegetación que desconozco, salvo las matas de orégano y tomillo que se extendían por ahí. Grandes grupos de rocas graníticas se amontonaban, como si se hubieran desprendido desde lo alto de la montaña, para formar a su antojo un paisaje singular entre el verdor de la hierba y el azul de un cielo inmaculado. Respiré hondo, para llenar mis pulmones con el aroma de la naturaleza, y al exhalar supe que por mi boca salían los últimos segundos de un tiempo ya extinguido. Por fin me sentía totalmente libre, con las dos cabras y las gallinas, envuelto por aquel paraje que ahora sería mi nuevo hogar. Busqué una gruta y no tardé en encontrarla, lugar idóneo para protegerme de las inclemencias del clima, y allí me instalé de lo más feliz con mis pocas pertenencias. Até las cabras a un árbol, y con unas cuantas piedras, unas ramas y una tela de alambre, construí un corralito para las gallinas.

Aquel día, sentado en la entrada de mi gruta, en lo alto, pude ver cómo el sol cubría el mundo de naranja. Luego, no tardaron en aparecer las estrellas, con una Luna diminuta que era como un arañazo en el cielo, mientras los grillos cantaban desde su escondrijo a la noche de verano. Me tumbé con la espalda reposando sobre la piedra, para ver el mapa celeste que centelleaba en toda su amplitud, y me di cuenta de que allí estaba Dios arropándome con su abrazo.

Fue poco lo que tardé en acostumbrarme a los nuevos quehaceres, a mi nueva rutina, como lavarme por la mañana en el riachuelo, cuidar a los animales, procurar los alimentos y dedicarme a observar complacido la naturaleza. Me sentía totalmente limpio, puro como el aire que ahora respiraba, viendo salir el Sol por las mañanas y ocultarse por las noches, dándome perfecta cuenta, también, de la evolución lunar. Ahora podía escuchar el lenguaje de la naturaleza, el susurro de la brisa y el grito del viento, diciéndome cosas que se dejaban intuir, cuando ante mi vista cada mínimo detalle adquiría un significado concluyente, pues lo que me rodeaba era partícipe de una esencia compartida. Todo esto, concluí, era lo que me había robado mi antigua civilización, lo que ahora suponía mi mayor tesoro.

Y así fue pasando el tiempo sin tiempo, sin mayor novedad, hasta que al final del verano apareció un grupo de muchachos, todos montados en bicicletas y al alboroto del griterío del que eran partícipes. Traté de esconderme para que no me vieran, pero todo intento fue inútil, pues casi llegaron hasta la puerta de mi refugio y los tuve que echar de allí con los mismos gritos que ellos expresaban. Su reacción fue, además de los insultos, lanzarme todo tipo de piedras (munición por ahí más que abundante), entre las risotadas que se concedían a costa de burlarse de mi presencia. No pude más que taparme los oídos y esperar a que se fueran, ya cuando el Sol estaba a punto de ocultarse. Entonces me invadió una sensación extraña, de como si me hubieran desprovisto de algo sustancial, quizá la tranquilidad, mi recién conquistada armonía con el mundo, y sentí algo parecido al miedo, un mal presentimiento.

Al día siguiente, cuando el Sol ya estaba en su cenit, regresó el grupo de muchachos con sus bicicletas y sus gritos, pero esta vez en mayor número. Rápido empezaron con su deleznable estrategia de lanzar, hacia el lugar donde me encontraba, toda arma arrojadiza al compás de risas e insultos. Aguanté como pude, lanzando más de una piedra, hasta que por suerte logré descalabrar al que los comandaba. Entonces celebré la victoria envuelto en alaridos, de tal modo que su reacción fue la de agarrar las bicicletas y huir pedaleando a toda prisa, con una polvareda tras de sí. Esta vez sentí la satisfacción por defender aquello en lo que creía, por expulsar a los futuros vasallos y ya integrantes de la civilización de tiempo, y disfruté con una sonrisa la puesta del Sol y el resurgir de las estrellas.

Pasé dos días bastante tranquilo, con la rutina acostumbrada de ordeñar las cabras, recoger los huevos puestos por las gallinas, rebuscar algún que otro tubérculo silvestre, cazar saltamontes para el aperitivo, con el baño en el río y el retozar bajo la sombra de algún árbol, entre el canto de los pájaros y el sonido de las hojas movidas por la brisa, hasta que a lo lejos divisé varios vehículos acercándose. Rápido corrí hacia mi refugio, para agazaparme detrás de una roca y observar a los intrusos que cada vez estaban más cerca. Pararon en el rellano de antes de iniciar la leve subida al cerro, a unos cincuenta pasos de distancia, cuando ya podía distinguir al grupo de niños rezagados en bicicleta. El corazón lo sentía ligero y la inquietud me dominaba, de tan sólo pensar en que yo era el objeto de tal expedición de reconocimiento. De los coches bajaron algunas personas, en su mayoría pertrechadas con cámaras fotográficas, que no dudaron en mirar y caminar hacia donde un chiquillo les indicó. El dilema era el siguiente: huir o enfrentarme a ellos. Me decidí por lo segundo, y no vacilé en subirme a una roca para gritar: “¡Por favor, déjenme en paz! ¡Sólo quiero vivir tranquilo!”; y así lo repetí en varias ocasiones, de una manera no ofensiva pero a la vez con cierta determinación. Y el resultado fue que no siguieron avanzando, pero, en cambio, me enfocaron con los objetivos de sus cámaras fotográficas y teléfonos móviles, para tomar un registro visual de lo que para ellos suponía un insólito acontecimiento. Los niños de las bicicletas, que ahora parecían más silenciosos, se juntaron con los mayores. Esta vez, por lo menos, no se repetiría el acoso de pedradas e insultos, pues en ningún momento consideré que mi integridad física pudiera correr algún riesgo, a pesar de presentir que el mundo se quebraba bajo los pies. Seguí repitiendo mi reclamo hasta que, después de un rato, igual que llegaron se fueron, primero los adultos en los coches y los niños dando pedaleadas por detrás.

Aquella tarde recibí la noche sin ver ocultarse el Sol, pues el horizonte estaba lleno de oscuros nubarrones. Más tarde tampoco pude observar el cielo nocturno, porque las espesas nubes cubrieron todas las estrellas, y la Luna sólo se dejaba percibir por un halo tenue y difuso. La preocupación me asaltó para dar paso al insomnio y a un sinfín de pensamientos negativos que, a su vez, me conducían directo hacia las esferas de la obsesión, en una dinámica realimentada hacia una salida sin retorno, como una espiral que ansiaba buscar el infinito. “Ya nada sería igual”, pensé, como más tarde así sucedió.

Día a día, y de manera creciente, todo cambió respecto a mi relación con los alienados del tiempo y, a fin de cuentas, con mi nuevo proyecto de vida, pues cada vez fue en aumento el número de intrusos y curiosos que se acercaban a los pies de mi refugio, todos provistos de cámaras fotográficas y de vídeo, con la intención evidente de arruinar mi nueva armonía, en algo que interpreté como una lucha contra todo lo que yo ahora representaba. La civilización destructora de la naturaleza, el humano aniquilador, no perdían la oportunidad de enterrar cualquier expresión contraria a las leyes del tiempo que les regía, de acorralar como una animal perseguido y en extinción a quien osara a rebelarse contra la autoridad inmoral de toda una historia plagada de guerras fraticidas. Por eso me negué a marchar a otro lugar, a huir como un cobarde, pues siempre, una y otra vez, volvería a suceder lo mismo. Lo mejor sería aceptar mi destino y luchar por mantener mi independencia frente a los esbirros del tiempo, y dar la vida, si fuera preciso, por mis ideales.

Ahora me sabía un héroe en defensa de todas las especies del planeta, el último vestigio de una razón perdida, cuando, a mis pies, ya entusiastas multitudes se juntaban para verme como si fuera una atracción de circo. No se hicieron esperar los reporteros de letra impresa y de televisión, y ya me imaginé como portada de revistas y tema de noticiarios y otras tertulias destinadas para una audiencia “subnormalizada”. Cuando salía de mi refugio, y me dejaba ver, las gargantas exclamaban asombradas; pero si alguien osaba acercarse demasiado a gritos y pedradas lo alejaba. Ellos, en cambio, me arrojaban piezas de fruta y cacahuates.

Un día, que ahora puedo determinar con exactitud en su fecha, toda mi existencia tomó los derroteros de la incertidumbre, por no haber sido capaz de librarme en su totalidad del predominio de esa cultura del tiempo que lo empapa todo y que, por consiguiente, se volvió a apoderar de mis más preciados pensamientos, pues los estados de ánimo y todo acto ya dependían de la pugna en la que me veía inmerso, y así no me pude contener cuando empujé al camarógrafo de un programa de televisión que tuvo la osadía de llegar hasta la puerta de mi refugio, que luego cayó aparatosamente para romperse el cuello y morir.

Ahora estoy encerrado en una celda, acusado de homicidio imprudencial y otros delitos, mirando los barrotes que me separan del mundo, contando sin remedio los segundos, los minutos, los días, las semanas, los años, para poder recuperar la libertad y siempre bajo la inevitable permanencia del tiempo.



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